Coincidíamos a veces en el ascensor, y apenas interactuábamos más allá de saludos cordiales, pero cada vez que sucedía, me colocaba una sonrisa en los labios.
En cada viaje me quedaba absorta observándola lo más disimuladamente posible. Miraba su pelo y cómo caía por sus hombros, enroscándose en las puntas; sus curvas se dibujaban con firmeza, resaltando un trasero prominente que se percibía duro; sus manos recogiendo el cabello con delicadeza; su tono suave y armonioso que era capaz de alegrar el día… Me estaba obsesionando con ella y ni siquiera era consciente.
Nuestras casas daban al patio interior, y por la disposición del piso podíamos ver varias habitaciones de la otra. Nunca supuso ningún problema, teníamos intimidad y nunca la descubrí cotilleando mi ventana, ni yo lo había hecho, pero aquella noche no sé qué me pasó.
Quizá que hacía semanas que mi piel no sentía otro tacto que el mío, y estaba con la excitación a flor de piel. Recogía la habitación cuando, al levantar la mirada, la vi al otro lado, desnudándose lentamente, como si se recreara en su propio cuerpo.
Rápidamente apagué la luz y me acerqué un poco más a la ventana, lo suficiente para ver mejor, pero permanecer entre las sombras. Su ropa se deslizaba por sus caderas, dejando a la vista ese perfecto culo que tantas veces había tenido la tentación de tocar. Casi podía sentir su tacto, el calor de la piel, la firmeza del músculo.
Antes de darme cuenta mis dedos peleaban con un pezón a través de la camiseta, haciéndolo crecer hasta casi doler. Ella, al otro lado, seguía su ceremonia; no parecía acompañada, pero actuaba como si lo estuviera, como si posara, como si deseara que otras manos se acercaran a su cuerpo. Desee ser yo la afortunada, quien la despojara del mínimo rastro de tela y se perdiera entre sus caderas y húmedas cavidades.
Mi mano bajo por el vientre, jugando con la goma del pantalón, mientras mi vecina desabrochaba el sujetador, dejando ver sus pequeños y oscuros pezones que miraban al cielo. Me mordí el labio por no poder morderle a ella, y un pequeño gemido me salió de lo más hondo. La mano ya había conquistado mi vulva, y jugueteaba alrededor del clítoris, cuando mi vecina bajó sus bragas lentamente y se paró frente a la ventana, abriendo las piernas ligeramente e imitando, son saberlo, mi propio movimiento.
Por un momento me puse nerviosa, ¿me estaría viendo? ¿Y si me veía, le gustaba que mirara? Esta última era fácil, si sabía que estaba ahí, y seguía, es que claramente le gustaba sentirse observada. Y la idea de que ella me supiera excitada por su culpa, me ponía mucho más. Tanto que apreté la mano contra la pelvis y me surgió un orgasmo tan potente como fugaz, como si se me hubiera escapado sin querer, como si lo guardara para compartirlo con ella y se me hubiera perdido.
Reposé la cabeza contra la ventana, dándome un pequeño golpe al desfallecer. Me quedé inmóvil, esperando que no se hubiera dado cuenta, pero en cuanto miré a su ventana vi la luz apagada. “Parece que me equivoqué, y no le gustaba. Mañana buscaré piso nuevo porque, ¡qué vergüenza!”.
Llamaron a la puerta, y tras recolocarme un poco abrí. Era mi vecina, con la cara de póker: “¿te gustaba lo que veías?”, me quedé de piedra, sin saber qué contestar. “Imagino que sí, te he oído gemir. Bueno, ahora me toca a mí, ¿no?”, y entró hasta mi habitación.
Por fin podría saber si el culo de mi vecina era tan duro como parecía, y si sus jugos sabían como llevaba un rato imaginando. Parece que esta noche sí sentiré otro tacto diferente al mío…
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